Me volvió a suceder ayer. Me habían invitado a dar una conferencia sobre gestión de impactos en una escuela de negocios de Ginebra (Suiza), donde vivo. Tras la sesión, uno de los estudiantes se acercó a mí y, con una sonrisa pícara, me preguntó si era pariente de Pablo Escobar. “Vuelve y juega”, pensé. En los treinta años que llevo viviendo fuera de Colombia, he escuchado esta pregunta innumerables veces.
En Colombia nadie lo preguntaría, el apellido Escobar es bastante común, como Davis o Parker en Inglaterra o en Estados Unidos. Sin embargo, fuera del país, la pregunta me la han hecho todo tipo de personas. En Ginebra fue un embajador suizo, en Washington, la pregunta vino de un periodista que estaba por viajar a Panamá a entrevistar a Noriega. Le daba clases de español, era lo que hacía para ganarme unos dólares en mi época de estudiante.
“¿Es usted pariente de Pablo?”, preguntó.
“Si lo fuera, no necesitaría trabajar”, recuerdo haberle dicho.
La lista de personas que me han hecho la pregunta es interminable: amigos, profesores, vecinos, colegas, incluso mi dermatólogo y, por supuesto, los estudiantes encarcelados a los que veo en mi trabajo de voluntariado. A los presos les hace mucha gracia, sobre todo a los detenidos por tráfico de drogas: la profesora de inglés se llama Escobar! La curiosidad burlona no respeta barreras de clase social, ni nivel educativo. Diría que tampoco de género, pero pensándolo bien, la pregunta la hacen predominantemente hombres.
Lo cierto es que la pregunta me molesta. Nunca he logrado que me deslice, jamás me ha hecho gracia. Pero, ¿Por qué no puedo disiparla como algo inofensivo? ¿Por qué me lastima? Al fin y al cabo, compartimos el nombre. Formulado de una manera neutral y objetiva, “¿Eres pariente de Pablo Escobar?” ¿Qué hay de malo en preguntar? ¿Y cómo es que, después de escucharla tantas veces, todavía no tengo la respuesta correcta, rápida e ingeniosa?
La pregunta me molesta por tres motivos:
(i) Es un estereotipo
Escriba “Escobar” en un buscador de Google. Verá página tras página de noticias sobre Pablo Escobar, el gánster, el criminal, para algunos también el filántropo. Todo gira en torno a “Pablo Escobar”, aunque usted sólo haya escrito “Escobar”. Al parecer, todo el dominio “Escobar” le pertenece. Hay otros Escobar notables, para no ir lejos está por ejemplo mi hermana Melba Escobar, cuyos libros se han traducido a más de 17 idiomas. O Andrés Escobar, joven estrella del fútbol tristemente asesinado tras marcar un autogol en el Mundial de 1994.
El que interroga a menudo tiene un sutil sentido de superioridad que resulta, supongo, del hecho de haber reconocido un “apellido siniestro”. Se siente conocedor e informado. Se siente inteligente. Pero, en realidad, eso que sabe es solo un cliché sobre Colombia.
Cuando uno emigra a una nueva cultura, se da cuenta de que sólo unos pocos estereotipos lograron atravesar el océano. Recuerdo haber visto un letrero pintado con una brocha sobre una tienda de campaña en un campo de refugiados en Grecia: “Irak no es una guerra”, decía. Esta simplificación del propio país, o la reducción a un estereotipo, es un dolor que experimentan todos los migrantes. Las culturas son un tupido tapiz de referencias, símbolos, historia, olores, paisajes, sabores, conexiones y significados. Un emigrante deja atrás la mayoría de sus identificadores y referencias.
La industria del entretenimiento de crímenes reales, y la fascinación de la sociedad por los villanos, ha contribuido a la simplificación Escobar = Drogas = Colombia. El éxito de la serie Narcos de Netflix habla de esta obsesión. A menudo me han preguntado qué pienso de esta producción audiovisual. En realidad nunca la he visto. Viví en Cali a finales de los 70 y principios de los 80 y recuerdo el terror. Los que presenciamos de cerca el desarrollo de esa cruda realidad, no queremos ver el remake. Menos aún si presenta a Pablo Escobar como un héroe. Como dijo mi sobrino hace poco cuando alguien le preguntó por Narcos: “Vi el original y no me gustó”.
Y esto me lleva al segundo problema que tengo con esta pregunta,
(ii) La persona que pregunta no tiene ni idea quién fue mi padre y rara vez le interesa
Pablo Escobar era un criminal; mató a más de 4.000 personas. Mi padre, Rodrigo Escobar Navia, en cambio, era un hombre íntegro. Nació en Cali en una familia de clase media. Estudió derecho, economía y obtuvo una beca para hacer una maestría en París, donde conoció a mi madre española. Se establecieron en Colombia, donde ocupó y se destacó en varios cargos públicos, como secretario de gobierno, ministro del Interior, alcalde de Cali. Una vez, al regresar a Bogotá de una reunión de la ONU en Nueva York, donde había representado al gobierno, preguntó en el Ministerio de Relaciones Exteriores qué procedimiento debía seguir para reembolsar los viáticos, ya que había acortado su viaje en un día. Le respondieron que no había ningún procedimiento de reembolso; nadie había intentado devolver dinero público, nunca. También fue uno de los primeros hombres en Colombia en buscar activamente una paz negociada para el prolongado conflicto de nuestro país. Y fue, también mi padre, un Escobar en efecto, una de las primeras voces en advertir a la sociedad colombiana sobre los peligros del negocio de la droga, y cómo éste pondría en peligro nuestras instituciones.
Me duele que la persona que me pregunta si soy pariente del patrón de la droga, no sólo no sabe nada de mi padre, sino que es poco probable que le importe.
Otra razón por la que la pregunta me ofende es,
(iii) La mala reputación no debe heredarse
Los hijos de los delincuentes no tienen ninguna responsabilidad por las faltas de sus padres. Si no tienen culpa moral, deberían estar libres de cualquier mancha que hayan dejado sus progenitores. Sólo somos moralmente responsables de nuestros actos. Pienso esto cada vez que veo niños y jóvenes visitando a sus padres en la cárcel. Para detener la cadena de violencia, crimen, trauma y daño, debemos atribuir la culpa y la consiguiente reputación, sólo al autor del crimen.
A menudo me he preguntado por los hijos de los narcotraficantes. ¿Cómo han lidiado con el estigma a lo largo de sus vidas? Cuando Pablo Escobar fue abatido en 1993 por la CIA y la policía colombiana (o se suicidó al sentirse acorralado, como dicen algunos), le sobrevivieron dos hijos, Juan Pablo y Manuela, de dieciséis y nueve años en ese momento. Siento compasión por ellos. Imagino la cantidad de veces que han visto la sonrisa perversa del interlocutor, su sentido de superioridad moral, resultado, supongo, del hecho de que el interrogador, a diferencia de ellos, no desciende de delincuentes.
Intrigada por mis propias reflexiones, navego por la red viendo vídeos de entrevistas a Sebastián Marroquín -o Juan Pablo Escobar- antes de que se viera obligado a cambiar de nombre porque ni siquiera podía comprar un billete de avión con su nombre original. Cuando a los 16 años se enteró de la muerte de su padre, transmitió al mundo que mataría a todos los “hijos de puta” responsables. Sin embargo, diez minutos más tarde, volvió a anunciar que se retractaba de la amenaza y prometía ser un hombre de paz. Un notable cambio de opinión o quizás de estrategia, un mecanismo de supervivencia, ya que, incluso a esa temprana edad, por su cabeza se ofrecía un botín de 3 millones de dólares.
Casi 30 años después parece haber cumplido su segunda promesa, ser un hombre de paz. En una entrevista de febrero de 2020, le oigo decir que se ha reunido con 150 familias, todas ellas víctimas de las atrocidades de su padre, para buscar la reconciliación y pedir perdón. Da la impresión de ser un hombre que se apartó del mundo del crimen para buscar algún tipo de cierre para él y para los familiares de las víctimas. Y sin embargo, con frecuencia le recuerdan los crímenes de su padre: “Nací culpable”, dice, “simplemente por ser hijo de mi padre, soy constantemente discriminado. A veces me han negado hasta una cuenta bancaria porque con ese nombre podría blanquear dinero”. ¿No se debería juzgar a las personas por sus actos, y no por los que puedan llegar a cometer?
La conexión Escobar=drogas hiere la memoria de mi padre, y hiere el orgullo que tengo por mi país. Aquí está el insulto. Uno sutil, por supuesto, y totalmente sin intención, estoy segura. En nuestro mundo globalizado, debemos ser conscientes de que lo que creemos saber sobre la cultura de otra persona puede ser un simple cliché.
Me ha costado 1459 palabras responder a una pregunta “¿Eres pariente de Pablo Escobar?”- que se puede contestar con un Sí o un No. La próxima vez que me pregunten, diré: “Dame tu correo electrónico, te enviaré mi respuesta”.
Nota: Este ensayo fue publicado en su versión original en inglés por The Nationa (Issue 25 Summer 2021).
Traducido al español por su autora.
© Ximena Escobar de Nogales 2020