
De niña, a menudo me escondía detrás de las cortinas. Me sentaba en el suelo, abrazaba las piernas y apoyaba la cabeza en mis rodillas. No quería que me encontraran. El mundo exterior me abrumaba. Los gritos de mis padres, la mirada de los niños de la calle, la escuela, ese lugar inmenso y aterrador. A veces llevaba mi muñeca Manuela a nuestro escondite secreto. La acunaba en mis brazos y le susurraba palabras de consuelo en un idioma que sólo hablábamos ella y yo. Aún recuerdo el color de la cortina, rosa viejo, y el aroma polvoriento de sus pliegues. También recuerdo la furia de mi madre cada vez que nos encontraba.
“¡Sal de allí!” gritaba.
“¡Shhh! vas a despertar a Manuela”, le decía yo para que no levantara la voz.
“Déjate de tonterías, Manuela no existe”, respondía ella.
Manuela tenía un don secreto, sólo era visible para mí.
Muchos años después, mi madre y yo observando a mi hija de cinco años jugar con sus muñecas, nos acordamos de Manuela. Mi madre dijo que había estado muy inquieta con mi obsesión con una amiga imaginaria. Al parecer, no pasaba un día sin que me ocupara de Manuela. Por muy ocupada que estuviera en una actividad, siempre tenía a Manuela en la cabeza.
A mi madre se le ocurrió una estrategia. Un día, mientras cenábamos, dije: “Vuelvo enseguida, Manuela está llorando”, levantándome de la mesa. Mi madre respondió,
“Espera, voy yo. Voy a buscarla”.
Permanecí en mi silla, expectante, sorprendida. Mi madre subió las escaleras y trajo una muñeca preciosa, nueva, de aspecto natural, de piel clara, vestida de satín rosa con suaves lazos color lavanda, ojos que se abrían y cerraban, largas pestañas, pelo castaño rizado.
“Toma”, dijo, entregándome la muñeca.
Puse cara de asombro. Mi familia, alrededor de la mesa, se quedó paralizada, esperando mi reacción. Al cabo de unos segundos, abrí los brazos y recibí la muñeca.
Hoy pienso en Manuela, la de verdad, no la material. Espero que esté bien dondequiera que esté, y le pido perdón por mi primer acto de traición.
Muy been escrito y my emocionante.
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